ANTHONY JAMES RAMOS VARGAS
(Lima, Perú - 1981 - )
Anthony James Ramos Vargas (Lima 1981)
En el ámbito Artístico es conocido como un joven Escritor que ha sido premiado en la II Movida Poética Nacional del 2001, organizada por Radio Nacional del Perú y El programa Canto Rodado.
Para el 2002 fue seleccionado para publicar en la Antología Latinoamericana de Poesía Erótica y Amatoria " Letras Derramadas ", la cual fue Producto del Certamen Internacional Abrace de Poesía Erótica y Amatoria, Presentada en el 3er Festival Abrace, realizado en Brasilia 2002 y Mucho después difundido en Hispanoamérica.
Encuentro de Escritores Nuevos 2004, organizado por la Universidad Científica del Sur (Lima- Perú) Producto de este evento se ha editado una Antología con los Escritores Participantes.
Antología del III Premio Internacional Poesía Amorosa 2005, Editado por el Circulo de Bellas Artes de Palma de Mallorca – España.
En Junio 2006 Finalista del V Premio de Cuento YOESCRIBO.COM 2006. Organizado por la Fundación Cabana en Palma de Mallorca – España.
Para el 2011 fue FINALISTA PREMIO DEL PUBLICO - VI PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA "POEMAS SIN ROSTRO" 2010 - 2011, organizado por la Asociación Canal Literatura y auspiciado por Región MURCIA, Instituto Cervantes e Irc – Hispano entre otras.
Seleccionado en el CONCURSO INTERNACIONAL DE CARTAS DE AMOR - VENEZUELA 2011, organizado por la Fundación ICREA, Diario el NACIONAL, LAN.
En Mayo del presente año, fue publicado en la Antología Hispanoamericana de Narrativa 2011, titulada: “Hijos de la Pólvora” editada por la Latin Heritage Foundation en EE.UU.
LA CABEZA DEL CONQUISTADOR
En la Cripta de la Catedral de Lima, 18 de Junio 1977
¡Hermano! lo que declaro en esta carta espero que lo leas a plena luz del día. Y te aconsejo que no te metas en buscar detalles, ni espulgar en recuerdos, pues de entrar no habrá forma de zafarse de ellos. La letra podrá resultarte confusa y perdida, pero ¿quién no escribiría apresurado, de saber que desde aquí, sentando donde ahora estoy, hay más posibilidades de pasar a ser cadáver. Me conoces y sabes que detesto el capricho de los muertos, así que escribiré hasta consumir este cigarrillo. Intuyo que preguntarás: ¿qué haces en medio de las sombras? No es locura, ni disparate; es cierto que son tiempos absurdos y violentos, pero este final lo ha fijado la muerte.
Y en verdad hoy, no es un buen día, y creo que ningún día lo ha sido desde que pisamos este lugar. Al llegar a la catedral, nadie pudo encender las luces, teniendo que trabajar con cuatro antorchas, en medio de cadáveres amontonados. Sin duda todo comenzó en la víspera de celebrar mi cumpleaños. Un día antes, una prematura muerte en lo negro de la noche, y días después esta carta que llegó en circunstancias misteriosas, trayendo entre sus amarillentos papeles, una tarjeta de presentación (Sr. “H”…). Misteriosamente la firmaba mi tío, el finado Filomeno Vargas. Apenas la tuve en mis manos, la miserable curiosidad me hizo pecar. Ya sin darme cuenta estaba abierta y ¡Zas! La leí de un tirón. Váyase a saber lo que escondía, narraba las cosas de tal manera que yo eché mano a la imaginación, ¿Quién no se deja engatusar por una extraña y fantástica historia? Había algo tan raro e inexplicable en todo eso, que me asustó saber que Monseñor Carlos García Irigoyen explicaba las circunstancias de un descubrimiento, mientras realizaba una investigación en los archivos de la Catedral de Lima. El Manuscrito que data de 1903, menciona claramente que existe un acta fechada en 1661 en la que se mencionaba:
“… Bajo el gran altar mayor y su presbiterio, se formó una espaciosa bóveda con tres salas y se celebraban ahí misas. Bájese a ella por dos puertas que están en las naves colaterales. Era el panteón de los Virreyes, Arzobispos e individuos del Cabildo Eclesiástico. Guardáronse en él los restos del conquistador Francisco Pizarro…”
Haría una aclaración más adelante, que para reconocer al conquistador, su “cabeza” la encontraríamos en una caja de plomo dentro de la Cripta de la Catedral de Lima. Al proseguir con la lectura, sentí una especie de vértigo; la noticia me dejó anonadado: Existía ya un cuerpo en la Catedral y era exhibido a todo curioso que fuera para saber algo más de la Historia del Perú. Es así que en las últimas líneas dejó una advertencia: “…Jamás, por nada de este mundo se unirá la cabeza al resto del cuerpo…” Entonces hizo referencia a otro texto hallado en las catacumbas de la Iglesia de San Francisco: “...Un maleficio llegará con la unión, pues un vecino del Cuzco llamado Gregorio de Setiel, viajó a Lima y ordenó a su cacique que llevasen el cuerpo del Apo Machoa la Huaca de Cao. Es allí donde ordenó que un descendiente de los Willaj-Umu iniciara un rito para traer del Uku-Pacha al Márquez, reencarnándolo en otro cuerpo, pero el intento falló. La razón fue obvia: no era el mes de Ayamarca, donde se daba culto a los muertos. Se tendría que esperar, pero mientras tanto se encaminaría el alma al Kay-Pacha…”
Debes imaginar que el horror fue fulminante. Quizás el difunto descubrió las escrituras en algún entierro, ya que sus últimos días los pasó de sepulturero en el cementerio Presbítero Maestro. Al Llamar al Sr. “H”, descubrí que era un huancayno, que no se parecía al resto de sus paisanos. Al verlo, cualquier limeño hubiera creído que fue caricaturizado por algún periódico, pero en fin. Llegó muy apurado, con una pinta de estafador, que mejor no te cuento. Entonces lo escuché con el tipo de respeto que merecen los charlatanes. Por supuesto, si tienes tiempo y paciencia, aguantas lo que sea. Pero su discurso contribuyó no solamente a confirmar mis sospechas, sino que casi logra hacerme desistir de mi propósito: ser parte de la historia. Entonces volví a preguntarle con menos entusiasmo, si tenía algún amigo que pudiera ayudarme; y él, con una jerga evolucionada, me dijo: “Papito al final, te doy lo que tú quieras”. Juro por lo más sagrado que no le iba a recibir nada. Lo que menos soporto es rogar. Me revienta estar en ese plancito. Estaba cansado de que me guiñara el ojo o torciera la boca como marica, así que ante una pregunta estúpida, le contesté bruscamente, logrando que la reunión se terminara. Antes de abrirle la puerta, lo miré como quien espera algo. El rarito, de estar tan irritado y resentido, se me acercó, buscó en su bolsillo y finalmente me mostró una tarjeta: “¿Está usted satisfecho? No sabe cómo me divertí.” Al ver la tarjeta, pude percatarme que era de otro desconocido: Cesáreo Carranza, maestro de restauración del INC.
No quedó otra que llamarlo: “¡Alo! ¿Que tal?, soy amigo del Sr. “H”” Se inició el diálogo. Pasaron los minutos, y al final no quedó otra que: “¡Por Favor, necesito el trabajo!…”, así pude sacarle la dirección y esa misma noche fui a buscarlo. Vivía solo en un caserón antiguo, frente a un pampón, de donde afloraba agua. Su rostro era increíblemente pálido, era tuerto y su único ojo estaba lleno de turbación. Estaba sentado en una silla Luis XIV; de donde se le miraba fumar, en lo oscuro de una habitación. Con voz ronca me dijo: “¡Suerte!... ¡Tienes mucha suerte muchacho!” Muchos se habían perdido al buscarlo, pero al parecer yo tenía ese algo que a él le faltaba. Me miraba con desconfianza, parecía ser traicionero. Dijo poder ayudarme. Digamos que le creí, hasta que sacó una pistola (¿para jugar a la ruleta rusa?) Nunca jugamos. Sospecho que se arrepintió al contarle de mi fe y mostrarle mi colección de crucifijos, rosarios y estampitas. Entonces invitó de inmediato una jarra de chicha e inició una disertación sobre los huaqueros en el Perú. Al terminar se comprometió a llamarme, promesa la cual completo la media docena que me habían hecho durante el año. Pero a la semana me llevé una enorme sorpresa: se comunicó para decirme que había un trabajo, y fue así que la suerte nuevamente hizo su parte: “Se ha reiterado el pedido de reubicar las tumbas de la cripta para el día 11 de Marzo. Se hará un levantamiento fotográfico, planimétrico de la misma y los sarcófagos” Lo primero que hice al recibir la noticia fue beber de un solo sorbo el resto de un pisco barato que me fue vendido en una paradita. Aquella noche extrañaba el ajetreo de las calles y el escuchar a los amigos, decir: “¡Hermanón, a los años! ¡Te veo muy flaco! ¡Compadrito siéntate, que te vas invitar!” Pero al final tuve que conformarme con mi putita y solo a ella pude confesarle en medio de un orgasmo, que ya tenía trabajo y que sólo eran aceptados los aventureros. Aunque me pasé la noche aclarando que lo acepté no por capricho u obligación, sino por el simple hecho de vivir siempre al filo de la navaja. Los amigos me sugirieron ir antes a la huaringas, pero en mi opinión, un sermón del ateo que trabaja en la cantina, bastaría.
Días después, salimos rumbo a la Catedral. “¡Piedad, Jesucristo!” Y la gente arrodillada observaba muy de cerca el rostro del crucificado, “¡Por las llagas de nuestro señor, Virgen Maria!” Al señor se le veía cansado, triste, con sus brazos extendidos, y unas heridas profundas. No hay nada que hacer que reflejaban sufrimiento, hacían sufrir. Y más allá, un par de monjas zahumaban. Detrás del humo, aparecían los rostros tallados de los santos, que tenían una cara de no querer milagrear. Y como la suerte nunca viene sola, apenas llegados a la cripta, ¡Ay diosito! Ésta no podía ser la cripta que me había descrito el viejo Filomeno en su carta. ¡No podía ser ésta! El eco se escudriñaba hasta en aquellos montones de huesos y ya se sentía un olor a muladar. ¡Quién sabe! A lo mejor guarda muchos misterios en sus profundidades. Pero confiaba en la recia memoria del viejo, en su carta. Estaba seguro de que no me fallo. ¿Pero alguien acecha? ¿Qué pasa, que te has quedado ahí como estatua? Me preguntó Cesáreo, mirando a su alrededor. No era, pues, de extrañar que sufrí una gran impresión. En algún momento Cesáreo había dejado de hablar, y no respondía el saludo a nadie. Yo mientras tanto aproveché en leer la carta y empecé reconocer algunos detalles. La tierra estaba extrañamente caliente, como si se hubiera estado engendrando algún ser. El lugar no era pequeño. Estaba ubicado bajo el altar mayor. Había una puerta con rejas de hierro, aseguradas con una cadena de acero y candado; el acceso solamente era posible a personas autorizadas, por tratarse de un recinto funerario.
Al bajar una angosta escalinata, pude observar una habitación de mediana proporción, tenía tres entradas, una de ellas al lado derecho cerca de donde yo estaba, y las otras dos a la izquierda, en una cara del cuarto y se ubicaban a cada extremo, conducían a otra habitación. En medio de ella se ubicaba el nicho central de la cripta. De las paredes colgaban inmensas telarañas. El lugar estaba sucio y arruinado por los siglos, entonces pensé que por estos días los restos de Pizarro debían de ser un puñado de huesos mohosos. Durante semanas imaginé probables lugares. Quizás, podría pasarme la vida buscando, y nunca hallar una pista. En ese momento creí estar condenado a permanecer en el anonimato. Tenía que resignarme a la idea de que nadie podría reconocer a Pizarro en tal estado. Recorrimos la cripta alumbrados con antorchas, la luz contenía las sombras, y del piso de piedra brotaban voces. ¿Era la imaginación? Inclusive los huesos crujían sin haberlos tocado; cada cierto tiempo un cráneo se desprendía y caía hacia nuestros pies con un ruido de cataclismo. Sentía hambre, sed, un sudor, un miedo, unas ganas terribles de orinar. Ya me había pasado algo horrendo en otra oportunidad. Sabía que en donde estuviéramos, bajo la luz, estábamos protegidos. Al fin de cuentas, estaba envalentonado. Quizás tenga que adivinarlo todo de ahora en adelante. Pero estaba convencido que había momentos al terminar de hablar, que podía escuchar una vos en particular. ¿Es miedo? Estoy hecho de carne y hueso. Los pelos se me erizan y las uñas me las como de a poquitos. Y que no se entienda esta acción como falta de hombría. ¿Es el destino o alguien quiere verme sufrir? ¡Imposible! Si a lo único que le tengo miedo esta lejos de aquí. Pero olvídalo. Escuchamos voces de gente que se acercaba.
Eran una comitiva de funcionarios del Instituto Nacional de Cultura del Perú (INC). Llegaron con esa vanidad de creerse superiores al resto. Eran unos charlatanes. Empecé a detestarlos. Repetían ciertos gestos, cierta entonación de voz. Luego, dirigieron un interrogatorio a Cesáreo, quien estaba mirándolos, indiferente. Seguramente le hubiera gustado fumarse un cigarrillo, pero respetaba la jerarquía; respondía inmediatamente y ellos se sentían satisfechos. Echaron a fotografiar y medir. Lentamente trabajaron y de rato en rato, iluminaban nuestros rostros para ver si dormíamos. Pude ver la cara de Cesáreo y distinguí que hablaba dormido, decía frases ininteligibles: “Sí, ¡qué rico!, despacito, muévete, más, ¡más!, ¡Oh si!” Yo lo desperté con precaución. Él se levanto y pude sentir su respiración caliente y feroz. Metió sus manos en los bolsillos, molesto.
Luego de culminado el trabajo, sólo se limitaron a echarnos una brevísima ojeada despectiva. Pero arreciaba el frío: sin embargo, del piso de piedra se levantaba un vapor caliente. Al descender, una especie de visión deformada, me produjo una sensación de ausencia absoluta. Y entonces llegaban a nuestros oídos una confusa mezcla de ruidos: Horribles chillidos. Rechinaban los dientes de los muertos y una humedad se escurría entre ellos. Se empezó a balancear mi cuerpo, ofrecí resistencia pero los brazos estaban tiesos y las piernas entumecidas. Un estremecimiento subía desde la planta de los pies a la cabeza. Castañeaban los dientes de alguien. Abatido por la baja de temperatura caí con tal violencia que el suelo se estremeció. Fue terrible oír los gritos melodramáticos de los del INC, distábamos tanto uno del otro que sólo nos quedo aferrarnos a algún añoso ataúd que se destruía por estar carcomido. Teníamos que movernos para devolver a nuestros cuerpos el calor pues aquel frío nos lo había arrebatado de golpe. Así, viendo el temblor de las llamas, quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible ¿Acaso era una emboscada? No había duda de que alguien más sabía de la Caja. Respiré hondo por la boca. Recobré el coraje y me puse de pie lentamente. Había brotado una confianza. Pasaba la mirada por encima de los ataúdes; trataba de escuchar aquellos llamados apagados y distantes. Alguien alargaba su brazo. Había cogido a Cesáreo, que tenía el rostro rígido de horror, y nos juntamos. Tengo sed me decía, y lo repetía a cada instante se hacía implacable y voraz ¿Era acaso señal de una maldición? “Ya falta poco, haz un esfuerzo”, le repetía, y Cesáreo movía la cabeza débilmente. Teníamos que defendernos de algo extraño, de una fuerza envolvente que trataba de aniquilarnos con un olor nauseabundo. Pienso, incluso, que el tiempo de descomposición parece haber empezado nuevamente. La luz debía restituir la calma, la tranquilidad, pero puede uno, impedir que las sombras absorban el juicio de hombres valientes. Intente levantar una antorcha para inspeccionar, aunque a decir verdad era inútil, la luz tomo más y más un color pálido. ¡Ay taitito! Miraba en rededor, como sintiendo que alguien venía entre la oscuridad.
Estuvimos rezando hasta que debimos de habernos quedado dormidos o desmayados. Al despertarnos nos miramos acurrucados. Sentí recuperar vagamente la conciencia, pero la sensación de cansancio era aterradora. Hallamos a los del INC. No tenían ya la mirada firme y altanera con la que apabullaban a los cholos: estaban tirados en el suelo. Los habían visto correr como endemoniados, hasta que fueron acabados a golpes. “¡Virgen Santísima! ¡Levántenlos! ¡Mírenlos!” Lo sucedido ayer fue uno de esos casos en que la mala sombra se apodera de este mundo. Me parecía claro y evidente que aquellas manifestaciones podían ser fatales. Entonces váyase a creer que en verdad es dañino andar entre los muertos.
Días después, la noticia ya había circulado por las altas esferas de la iglesia. Y no parecía ser una novedad. Los curas más viejos recordaban haber escuchado aquellas historias del conquistador y sus pisadas que resonaban sobre el piso de piedra de la cripta, no quedaba otra que persignarse. Las habladurías dentro de la iglesia hicieron en un santiamén aglomerarse a los curiosos en la puerta de la catedral. Se aprobó el informe, los planos del levantamiento. Elaboraron las especificaciones de la restauración y el presupuesto. La obra debería de tener un único objetivo: remodelar y reubicar los sarcófagos. La arquitecta encargada, se caracterizaba por sus apellidos apocalípticos y no olvides al maestro de la obra: Cesáreo Carranza, quien podría ser el alcahuete del diablo.
Los primeros días de trabajo, Cesáreo ordenó retirar los ladrillos del muro que cubría el nicho principal. Hallamos una tabla muy blanda, al moverla ligeramente se podía ver algo en su interior. Retiramos tres a cuatro hiladas de ladrillos quedando al descubierto un ataúd, pero no concluimos el trabajo, quedando su terminación para después. Cesáreo estaba de un humor endiablado “¡Yo no he de morirme por un maldito Fantasma!”, decía y sentía que su voz se ahogaba. Afuera de la cripta había un cura solapado, flacuchento, de pómulos huesudos y ojos oscuros. Nos resguardaba, por su silencio, parecía desempeñar un oficio siniestro. Sospechaba que lo espiábamos, miraba hacia todos los lados, contemplaba de reojo la cripta. Nos vigilaba atentamente y era él un manojo de nervios al hallarnos inmersos en encendidos alegatos sobre vivos y muertos. “¡Vamos, compatriotas, trabajen! ¡Este no es lugar para quedarse!”, repetía Cesáreo, una y otra vez, mientras daba vueltas buscando su sombra. El escándalo de una canción solitaria hizo que levantara airoso la cabeza; ordenando a Roberto “¡Cállate!, no cantes eso, nos va a salar”. Anduvo por aquí, por allá hasta que sin necesidad de aguardiente o chicha, cayó en un profundo sueño. Lentamente fui a arrimarme al nicho principal y recostado en el muro escuché un vacío. “¿Se hundirá?”. Me alejé y caminé frente al nicho. Lo contemplé y volví a acercarme. Toqué los adobes con mis manos y los golpeé de rato en rato, para saber si algo habitaba.
Ayer por la tarde sacamos un ataúd de color morado, decorado con pasamanería dorada que estaba en un primer nivel; procuré controlar mis actos y pensamientos pero tenía una pregunta que no debía de hacerme: ¿Porque un ataúd no llevaría identificación? Al tocarlo, una sensación extremadamente desagradable se ocupó de mostrarme una visión: ¡Imágenes! Un encadenamiento de acontecimientos que en algún tiempo sucedieron y que hasta ese momento yo desconocía, se presentaron ante mí.
De pronto, surgió una escena con la que me identifico mucho: Juerguistas y bebedores en gran fiesta dentro de la taberna, manoseando a las mujeres de la vida alegre, y ellas entrechocan sus vasos de vino en señal de gozo. Estaban demasiado ocupados para ver a un clérigo, temeroso y balbuceante, que decía: “…vengo a avisar de cómo los de chile le quieren matar al marques Don Francisco Pizarro…”. De las calles oscuras, del cielo nublado, de la noche de invierno, ¡Algo! ¡Algo cambiaba!, el cielo se desagarraba y de él una luna llena que abandonaba su color y se confundía con sangre. ¡Luna sangrante! Alguien repetía. Los trasnochadores miraron el cielo y concluyeron asustados que era el presagio de que algún suceso notable acontecería en el reino.
Recupere la conciencia unos minutos, y solo fue para ver como retiraban los ladrillos que cubrían el segundo nivel. Hallando una caja de madera con restos de varios esqueletos, estaba desarmada, forrada con terciopelo negro. Procuré mantenerme conciente pero: “… El ataúd tenia una cruz de santiago de paño, con clavos de cabeza ancha y junto a está una cerradura metálica, que empezaba a ser descerrajada por un soldado…Parado en un tabladillo anunciaban que la llave de que guardaban los restos del marques Francisco Pizarro se había extraviado y nadie daba razón de ella… ¡Era el cuerpo!...”
Ante un llamado, recupere la conciencia. Al abrir los ojos observe al cura y Cesáreo, este ultimo sorbió su pitillo hasta consumirlo, lo apagó, se puso de pie y se dirigió en dirección a mi, pero las imágenes regresaban: “…Un cura acomodaba una caja de madera de color verde, que en su interior contenía huesos y una caja de plomo, contaba con dos armellas a modo de bisagras y una cerradura de fierro…” Aquella visión me alarmó muchísimo, y fue en el momento de volver a la realidad que… ¡Diablos!, el cura iniciaba un rito, con la intención de destruir la caja de plomo… en lo hondo de mi corazón tembló algo, traté de evitarlo, pero un frío correteaba en la sangre. Empuje al cura y toqué la caja de plomo, me importó un bledo lo que me dijeran.
De inmediato fui atacado por las imágenes: “…Las campanadas de la catedral levantaban a la ciudad, alguien corrió a la casa del marques a informarlo: “...que se guardase de los de chile y no vaya a misa aquel domingo…” La mañana era lluviosa y el marques barbiblanco, luciendo una ropa larga de grana, charlaba con sus invitados cuando entro corriendo un paje que daba voces de alertando a todos: “… ¡Arma, arma que todos los de chile vienen a matar al marqués, mi señor!...” Y dirigiéndose a éste le dijo: “… ¡Señor, los de chile vienen a matar a vuestra señoría!...” Y unas voces en el patio de la casa que repetían a manera de estribillo: “… ¡Viva el Rey, mueran los tiranos!...” Los de chile tenían la cara inyectada de venganza: “… ¿Qué es del tirano? ¿Dónde está?...” Se dirigieron a la habitación del marques con intención de matarlo: “… ¡Muera el tirano, que se nos pasa el tiempo y podría ser que le viniese favor!...” El marques sin terminar de abrocharse las coracinas, saco su espada de la vaina y hablo como presintiese su fin: “…Vení acá, vos mi buena espada, compañera de mis trabajos…” La lucha se entabló sin ninguna ventaja para los de chile. El bravo viejo se defendería como un león. Pero lograron darle una estocada en el cuello y otra en el codo derecho, se desplomo sobre el piso ensangrentado rindiendo confesión. Se llevo la mano izquierda a la garganta y mojando sus dedos en la sangre hizo una cruz con ellos, luego balbuceó el nombre de Jesús y pretendió darle un beso a la cruz… murió…sin que nadie le dijese “Dios te perdone”… ¿A dónde llevan el cuerpo?...Una Huaca, un sacerdote Inca que maldice al muerto, he intenta traerlo a la vida, sin tener mucho éxito...”
El cura, me miró sorprendido, tenía los ojos enrojecidos y me miraba como intentando hundirme en las sombras. Podía ver sus venas hinchadas, parecía acentuarse y deformarse, como si hubiera sabido que tarde o temprano triunfaría, yo le sostuve la mirada con ingenuidad hasta que lo vi dirigirse hacia la escalinata y subir resueltamente los peldaños. Aquella tarde por fin, sin armar mucho escándalo, todos pudieron ver la caja de plomo. Se exhibía nítidamente en medio de la cripta, alumbraban un par de antorchas.
Allí estaban el cráneo y mandíbula, junto ellos los restos de una empuñadora y fragmentos de la hoja de una espada totalmente oxidada. Igualmente hay dos correas de cuero que corresponderían a las espuelas. Una extraña corriente de aire golpeaba mi cabeza. Mas allá, cerca de la puerta Cesáreo estaba dándole cuerda a ese reloj que le regalo su padre, lo acariciaba, lo hacia brillar, no se fijó que andaba al revés.
En un momento al voltear a ver por qué se movía la reja de hierro, le pedí a Cesáreo que se relajara y contara chistes. “No, de ninguna manera”, respondió desde la otra habitación. Lo llamé nuevamente, pero nunca llegó. Al regresar lo encontré en el suelo, estaba empapado, pero no de sudor, exudaba sangre. Rezaba apresuradamente con su voz agitada, padeciendo sin cesar. Y su agonía se extendía a través del aire, no debía de sufrir tanto. Lo abracé. Ahora mientras analizo lo sucedido, pienso que alguien oye mis pensamientos.
Vuelvo a sentir la atmósfera que traen los muertos; mi cuerpo choca con algo maligno, es una presencia que deja rastro y no se desvanece fácilmente. Pienso como tú, que el daño es irreparable. Lo sé, y de algún modo estoy preparado para afrontar mi destino, pero espero que cuando la campana de la Catedral suene, y en su estruendo se prenda el sufrimiento, deberé recordar a los abuelos y sus teorías de cómo los muertos tienen la manía de querer encontrar a sus profanadores. Claro que son cuentos. Nos pueden parecer tontos, pero alguna verdad poseen, porque haber llegado yo a reconocer el eco de sus pasos, me hacen dejar de escribir…
Diario El Comercio, 20 de Junio 1977
“…En medio de un alboroto, se saco de la cripta de la Catedral de Lima el cuerpo de un hombre de 35 años edad. Se le encontró decapitado y sosteniendo una caja de plomo. Según los primeros indicios de la Policía Nacional, se trataría de un descubrimiento arqueológico, que culminó en tragedia. No se halló la cabeza del desafortunado. Sólo esta carta perdida entre los huesos…”.
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Poesía Contemporánea
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