Yoandy Cabrera Ortega
YOANDY CABRERA ORTEGA
(Pinar del Río, Cuba - 1982 - )

YOANDY CABRERA ORTEGA: (Pinar del Río, Cuba; 1982) Licenciado en Letras con perfil en Letras Clásicas por la Universidad de La Habana (UH) en 2006. Máster en Filología Hispánica por el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC en Madrid. Ha publicado ensayos, crítica y poesía en revistas como La Gaceta de Cuba, La Siempreviva, La Letra del Escriba, Dédalo, Cauce, Revolución y cultura, Letras, Koré, Extramuros entre otras. Miembro fundador del consejo de redacción de la revista Upsalón de la Facultad de Artes y Letras de la UH. Obtuvo el Premio Dador de Investigación en 2009 y el premio de poesía de la Asociación Hermanos Saíz de Pinar del Río en el mismo año. Ha sido antologado en varias muestras de poesía cubana. Tiene el cuaderno de poemas Otoño me ha besado publicado por Ediciones Loynaz en 2003. Ha sido profesor de Lenguas y Literaturas Clásicas en la Universidad de la Habana y en el Colegio de San Gerónimo, así como de Literatura y poesía contemporánea y colonial. Investiga la pervivencia de los motivos grecolatinos en la poesía y el teatro cubanos. Ha participado en Congresos de Traducción y Estudios Clásicos y del Caribe en España, Francia y Cuba. Actualmente realiza estudios doctorales de Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid.
 

CRISES


Los mercaderes de Crisa habían despertado antes que la misma aurora como de costumbre, moviéndose entre las naves quemadas o en reparación. Pero lo extraño ha sido que entre los marineros vi hoy al sacerdote, ojerizo y triste, dando órdenes para colocar con cuidado y organizadamente objetos: telas, ánforas llenas de aceite, caballos, escudos valorados en sesenta bueyes, calderas de bronce, trípodes. Me acerqué a uno de sus hombres y pregunté. El discípulo de Apolo ha perdido a su hija que fue llevada como botín por los despiadados aqueos, esas bestias hambrientas de metal que vienen desde lejos a devastar nuestras tierras. Como muchas otras doncellas y mujeres de la ciudad después de ser tomada por esos extranjeros temibles, pensé, pero las otras que fueron cautivas, o ya no tenían quien las representara e intercediera por ellas, o nadie se atrevía a hacerlo después de padecer y conocer el carácter irascible e intolerante de estos ladrones sanguinarios. Pero este viejo sacerdote, enloquecido y creyendo que al menos los desoladores respetarían las ínfulas de Febo, se ha atrevido.

Salió hoy temprano en la mañana, despeinado, como un hombre que ha perdido la razón, con el paso torpe, pero exacerbado y nervioso, sin haber dormido en toda la noche, esquivando el duro viento con su manto. Y ahora regresa llorando, más desolado aún, como empujado por el mismo viento que rehuía. Lanza maldiciones en voz alta, se retuerce, temeroso e impotente. Pide a Apolo un castigo terrible para sus enemigos.

Criseida, la muchacha más hermosa de la ciudad, a la que pretendían los hombres más acaudalados de los alrededores, callada y obediente a su padre, ágil en el tejido y dulce en la mirada temerosa, ahora duerme con el jefe de los argivos. Y su padre se desvela; había llevado, a cuenta y riesgo, un rescate ante los Atridas. Al menos regresó con vida. Con esos hombres iracundos que desafían el mar y a los mismos dioses es mejor no tener ningún trato a no ser en la batalla, cuando es inevitable. El sacerdote ahora aprieta el báculo con furia, su cuerpo parece atado, encadenado por la respuesta del jefe aqueo. Vuelve a mirar al cielo, repasa la línea que une el mar con el infinito y, otra vez cabizbajo, dice unas palabras que muerde con ira.

 

SOBRE LAS ALTAS MURALLAS

 

“[...] si todo no ha sido un sueño.”
Homero. Ilíada III, 180.


Sobre las altas murallas, Helena, después de una inquieta y calurosa noche, ha despertado sobresaltada. A un lado queda la rueca, el hilo, el manto en que repite, bordando, los trabajos de los hombres, los golpes ensangrentados entre argivos y teucros que copia en puntadas palpitantes, casi vivas. Baja de su aposento, se acerca a los ancianos, mira hacia el mar, al campo de batalla, a esa ola de polvo y humanos que en corazas metálicas giran bajo la luz funesta. Horrorizada por la belleza, por el odio que despierta la belleza, Helena se aleja de sí, abandona sus blancas manos como quien se quita un par de guantes argénteos, se aparta por unos segundos de su cuerpo y, observada, al oír los comentarios sobre su talle, sus brazos, comprende la amarga relación que existe entre la guerra y la armonía de las formas; al otro lado de sí misma, entiende que lo bello y el deseo, que la codicia, que la avidez por poseer son eternos. Ella es solo el comienzo, lo sabe, el símbolo terrible y hermoso a la vez (en una palabra: deinós) que ha de rodar por los siglos de boca en boca, de letra en letra. Lentamente, sin remedio, vuelve a su cuerpo, a sus telas, al viento que le toca, y asiente con amargura, murmurando entre pasos: “si todo no ha sido un sueño”.

 

PARÁBOLA DE ÍCARO EN BICICLETA

 

"Quieren pintar como el sol pinta, y caen."
J. Martí

"Dame las alas que formaste sobre el sol"
Alberto Tosca


Anda en su nuevo ciclo por el parque, a través de las aceras más altas que rodean los cuadrantes de arena en que otros niños corren y juegan, suben a los columpios, se deslizan por la canal.

En esa sonrisa por lo nuevo, en su vitalidad y en el pedaleo de su respiración están toda la felicidad y todo el horror, toda la fuerza y toda la vulnerabilidad humana, la potencia y la fragilidad.

Cae sin alas. La madre, asustadiza, se levanta de un pálpito casi a punto de ir hacia él. Desde el suelo, la mira, sonríe y se levanta. Vuelve a la maquinaria del viento, al equilibrio. El pie sobre el pedal, un leve salto, el primer empuje, el impulso. Y otra vez andando sobre las gastadas arterias de piedra. Algún día querrá volar.

La sangre no se ve cuando se sonríe, no es importante cuando se quiere llegar más allá de ella. Volverá a caer. Acumulará caídas. Amortiguará algunas, otras no. No bastan las cercas, los cuidados.

Pedirá alas después de aprender todo equilibrio terrestre. Es un asunto de gravedad. Y en la gravedad está nuestro temor más cotidiano. Algunos no llegan a superarlo, no comprenden que en la caída también se funda, que en la caída también se vence, que el golpe es también hallazgo. Él intuye el margen de error y apuesta por él.

Querrá tocar el sol, corregirlo.


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